miércoles, 13 de agosto de 2008

SUMISION BIDIRECCIONAL



Sumisión AGOSTO 13
Someteos unos a otros en el temor de Dios. Efesios 5.21
La sumisión es un asunto de suma importancia para el discípulo de Cristo. No obstante, existe en la iglesia mucha ignorancia al respecto. Podemos también afirmar que en el nombre de la sumisión se han visto las más terribles manifestaciones de abuso de autoridad. Es bueno, por lo tanto, que meditemos un instante sobre este concepto.
El versículo de hoy nos anima a practicar la sumisión mutua. Es decir, se aleja de la idea que predomina en la mente de muchos líderes de que la sumisión es un camino en una sola dirección; es decir, es algo que practican los miembros de la iglesia hacia los que están en autoridad, mientras que ellos están libres de este compromiso. La exhortación de Pablo es bien clara: «someteos unos a otros». Para demostrar cómo se practica esta sumisión, Pablo escoge tres tipos de relaciones humanas donde existe la reciprocidad, y ejemplifica la clase de actitudes que debemos tener. Estas tres relaciones son el matrimonio, la familia y el trabajo. En cada una de ellas la sumisión toma diferentes matices pero es igualmente obligatoria para todas. De modo que, trasladando la figura a la iglesia, se puede afirmar que un pastor no puede insistir en que la sumisión solamente es responsabilidad de los miembros, sino que él mismo también debe practicar la sumisión hacia las personas que pastorea.
Es interesante notar, sin embargo, que los mayores abusos en cuanto a la sumisión existen en aquellos líderes que creen que no tienen que dar cuentas a nadie de su comportamiento. En ellos vemos una constante insistencia en «exigir» la sumisión de las personas de su congregación. Uno de los principios fundamentales de la sumisión, sin embargo, es que no es algo que se exige sino que se otorga. Es decir, no conseguimos que otros se sometan a nosotros mediante airadas denuncias acerca de su rebeldía, ni usando constantes recordatorios de que deben hacerlo porque la Biblia lo demanda. La sumisión se gana mediante un estilo de vida que invita a otros a someterse a nosotros. Si recorremos las páginas del evangelio no encontraremos una sola instancia donde Cristo les recordara a sus discípulos que debían someterse a él. Sin embargo, todos ellos entendieron que la sujeción era un elemento indispensable para una relación sana con él.
El apóstol nos deja un segundo principio en el versículo de hoy, y es que la sumisión debe ser en el temor de Dios. Frecuentemente no practicamos la sumisión porque no vemos en la otra persona las características que «merezcan» nuestra sumisión. Pablo aclara que, a la hora de practicar la sumisión, no debe inspirarnos la figura de la otra persona, sino que debemos hacerlo por temor a Dios. Lo que nos motiva es que entendemos que la sumisión es algo que agrada a nuestro Padre. De hecho, el Señor ha trabajado intensamente en la vida de todos sus grandes siervos para enseñarles la sumisión, pues sin la sumisión es imposible agradarle. Aun el Hijo de Dios practicó la sumisión absoluta a la voluntad del Padre.
Para pensar:
«La enseñanza bíblica sobre la sumisión no pretende establecer una jerarquía de relaciones, sino cultivar una actitud interna de honra hacia los demás». R. Foster.
Un gran abrazo del Pastor Nelson Matto.

jueves, 7 de agosto de 2008

LA CRISIS DEL JUSTO



La crisis del justo AGOSTO 7
Cuando pensé para saber esto, fue duro trabajo para mí, hasta que, entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos. Salmo 73.16–17
El salmista estaba hundido en una crisis de fe que, seguramente, también ha tocado nuestras vidas en algún momento de nuestro peregrinaje. Quizás su depresión vino en momentos de una prueba intensa en su vida espiritual. Quizás se vio envuelto en alguna experiencia de sufrimiento y persecución, producto de su deseo de honrar a Dios. El hecho es que, fueran cuales fueran sus circunstancias personales, miró hacia la vida de los impíos y vio que era mucho más placentera y fácil que la de los justos. Los impíos no solamente son prósperos, sino que no hay congojas en su muerte. Su vigor es permanente y no tienen que esforzarse ni trabajar duro toda la vida, como lo hacen la mayoría de los mortales. Con una facilidad que tiene sabor a burla, «logran con creces los antojos del corazón» (Sal 73.7). Como si esto fuera poco, también se mueven por la vida con una arrogancia intolerable, haciendo alarde de su situación y despreciando a los que luchan día a día por subsistir.
¿Cómo no iba el salmista a entrar en crisis? Cuanto más meditaba este asunto, más indignación sentía. «¿Para qué tanto esfuerzo y tanta fidelidad, si estos otros logran una posición mucho más cómoda sin pasar por toda la angustia de los que intentan vivir vidas rectas y justas?» La medida de su propia inversión no justificaba los magros resultados obtenidos. Completamente frustrado, exclamó: «¡Verdaderamente en vano he limpiado mi corazón y he lavado mis manos en inocencia!» (Sal 73.13).
Seguramente, en algún momento, hemos luchado con sentimientos similares. En muchas ocasiones pareciera que no estamos logrando nada con nuestra devoción. Pasamos por los mismos tormentos y dolores que los impíos; sufrimos las mismas flaquezas y cometemos los mismos errores. Nuestros esfuerzos por honrar al Señor parecen no hacer más que añadir complicaciones a nuestras vidas. Nuestra honestidad es condenada por los demás. Nuestra santidad es objeto de burlas. Nuestro compromiso con el servicio está envuelto por reproches e ingratitud. ¿Quién de nosotros no se ha sentido tentado, en algún momento, a «tirar la toalla»?
La respuesta a nuestras dudas no se encuentra en la observación ni en el análisis de la realidad que nos rodea. Al contrario, al igual que el salmista, cuánto más lo pensamos más injusta nos va a parecer la vida que nos ha tocado. El salmista nos muestra el camino a seguir: entró al santuario de Dios. Allí, en la presencia del Señor, entendió que su perspectiva estaba seriamente limitada por su condición de hombre. Dios lo llevó a otro plano, el plano de las cosas eternales. Nuestras vidas no están limitadas a nuestro fugaz paso por esta tierra. Fue en ese momento que el salmista pudo entender «el fin de ellos» y vio cuán cerca estaba de una decisión fatal. Por esta razón exclamó, con gratitud: «casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos» (Sal 73.2). El Señor lo hizo volver del abismo.
Para pensar:
El salmo nos deja un importante principio. Los dilemas, las dudas y las angustias de esta vida se resuelven en presencia del Altísimo. ¡No se demore en buscar, como primera opción, su rostro!
Un abrazo del Pastor Nelson Matto.

viernes, 1 de agosto de 2008

Bendito amor celestial



¡Bendito amor celestial! AGOSTO 1
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro o espada? Romanos 8.35
Solía tener dificultades para entender este pasaje porque no cuadraba con la realidad de mi vida, ni tampoco con lo que veía en la vida de muchos otros que compartían la experiencia cristiana conmigo. «¿Cómo podía Pablo hablar de que nada nos puede separar del amor de Dios?» me preguntaba, «si a diario veo que hay infinidad de situaciones que compiten con nuestro amor por Cristo?» Cada una de ellas no solamente pugna con nuestro deseo de seguirlo a él sino que, en ocasiones, han conseguido alejarnos por completo de los caminos que el Señor ha trazado para nuestra vida.
El problema con esa interpretación es que yo estaba mirando este versículo con una óptica errada, centrado en nuestra devoción hacia Dios. Mi error revela qué tan profundamente arraigado está en nosotros el creer que somos los protagonistas de la vida espiritual. En el fondo creemos que es nuestra actividad la que mantiene vigorosa y viva nuestra relación con el Altísimo. Mis dificultades desaparecieron cuando pude entender que Pablo no está hablando aquí del amor, frágil y fluctuante, que nosotros tenemos por Dios, sino del amor que el Padre tiene por nosotros.
Es interesante notar que todos los términos que escoge Pablo como posibles provocadores de esta separación con el amor divino hacen referencia a experiencias relacionadas con el sufrimiento. Medite en ellas por un momento: Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada. Cada uno de esos elementos tienen que ver con situaciones donde experimentamos angustias personales con una intensidad difícil de sobrellevar.
¿Por qué escogió el apóstol estas experiencias en particular? La reacción casi universal de muchos cristianos en medio del sufrimiento (sea cual sea su origen) es creer que Dios los ha abandonado, que se ha olvidado de ellos. Observe, por ejemplo, la respuesta de Gedeón al ángel que lo visitó (Jue 6.13), la de los israelitas frente al Mar Rojo (Ex 14.11–12), o de David en el Salmo 42.9, que exclamó: «¿por qué te has olvidado de mí?». Es en tiempos de angustia que nos sentimos especialmente tentados a cuestionar la existencia del amor de Dios hacia nosotros.
El apóstol afirma que no hay cosa creada, ni experiencia vivida que pueda hacer cesar el amor de Dios por nosotros. Usted y yo podremos, quizás, «sentir» que él no está con nosotros en tiempos de angustia. ¿Pero quién de nosotros tiene sentimientos que nos dicen la verdad? Lo que declara aquí Pablo es una de las verdades centrales sobre la cual está fundada la vida espiritual. La persona que experimenta la vida victoriosa, en todas sus dimensiones, es aquella que no duda del amor de Dios, aun cuando se encuentre de cara a la muerte. Tiene una certeza inamovible de que el amor de Dios por nosotros -insistente, incansable, perseverante- es un hecho tan real como la existencia de los cielos y la tierra.
Para pensar:
«Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ro 8.38–39).
Un abrazo del Pastor Nelson.